Foto por Simon Watson
En las afueras de San Miguel de Allende, México se encuentra el Santuario de Atotonilco, declarado también Monumento Nacional. Este centro de espiritualidad sigue vivo, y lo visitan anualmente cientos de fieles venidos de todo el país. Tal vez sea uno de los edificios religiosos más bellos de México; todo allí tiene un aura de sacralidad y de gracia. Cuando nos detenemos en la ruta y tomamos el desvío de un kilómetro, el camino corre entre casonas de la época de la colonia y la calle está empedrada con adoquines desparejos, centenarios; viajamos en el espacio y en el tiempo. Cuando llegamos a la puerta del santuario nos espera una escena medieval: en el escalón de entrada las ancianas mendigas de cabeza cubierta extienden la mano esperando ritualmente la caridad del peregrino. La iglesia es pequeña, hasta humilde por afuera; por eso experimentamos su cualidad de tesoro desenterrado cuando en la penumbra interior descubrimos –en cada centímetro de muro y techo– frescos maravillosos: toda superficie pintable está cubierta de imágenes bellísimas, llenas de fuerza, inocencia y, hay que decirlo, espíritu.
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